No debemos juzgar, si no queremos ser juzgados

ENERO 28



Todos nos sentimos inclinados a aconsejar a los otros; y a fe que lo solemos hacer bastante bien; hasta somos bastante acertados en los consejos que damos a los demás.

Si nos resolviéramos de una vez por todas a practicar lo que aconsejamos a los otros, pronto seríamos perfectos, pronto llegaríamos a la santidad.

Pero es que somos muy hábiles para aconsejar a los demás y no menos hábiles para evadimos de los consejos que nosotros mismos damos; vemos con mucha lucidez lo que los otros deben hacer, y somos bastante miopes para reconocer nuestras obligaciones personales.

Y si al menos fuéramos como deseamos, como pedimos, como exigimos y como aconsejamos que sean los demás, muy pronto nos veríamos libres de las mayorías de nuestros defectos.

No debemos juzgar, si no queremos ser juzgados: ¿quién nos ha dado autoridad para juzgar? Sólo el Señor es el que conoce el fondo de los corazones.

“¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, 
y no reparas en la viga que hay en tu ojo?” 
(Mt, 7, 3).

Quisiéramos que todos tuvieran la gracia, pues con la gracia nos preparamos para acabar siendo hermanos.





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