Agosto 3
Todos llevamos dentro de nosotros mismos un altar en el que hemos entronizado a nuestro Yo y al que le rendimos culto con excesiva frecuencia e intensidad.
La conquista del propio Yo es la mayor victoria que el hombre puede lograr; conseguir que la vida no sea dominada por el ego, sino por la razón y el corazón.
Cuando más trabajemos en nuestra perfección, más comprensivos nos mostraremos con las imperfecciones de los demás. Por el contrario, cuando menos perfectos seamos nosotros, más exigentes nos mostraremos con los otros.
Siempre estamos inclinados a reprobar y criticar los defectos de los demás, sobre todo aquellos defectos que nosotros también tenemos y que no nos atrevemos a confesar.
Otras veces criticamos los defectos que nosotros no tenemos, como una evasión para no reconocer y recordar los defectos que tenemos y nos dominan.
Todos lamentamos las injusticias que sufre nuestro mundo de hoy;
el Concilio Vaticano II nos advierte que muchas de ellas
“nacen del deseo de dominio y del desprecio por las personas;
y, si ahondamos en los motivos más profundos,
brotan de la envidia, de la desconfianza, de la soberbia
y demás pasiones egoístas”
(GS 83)
el Concilio Vaticano II nos advierte que muchas de ellas
“nacen del deseo de dominio y del desprecio por las personas;
y, si ahondamos en los motivos más profundos,
brotan de la envidia, de la desconfianza, de la soberbia
y demás pasiones egoístas”
(GS 83)